Soy la ostra, la hermética, la que no se sabe, la que puede que.
Soy la imposibilidad pero sucedo.
Estoy turbada en mí: para mis adentros he nacido y existo.
Sumida en un estado de perplejidad pasé siglos.
Yo vivía en mi destino de intrascendencia
me inundaba el amor a las otras ostras.
En la noche, el mar producía corrientes de fosforescencia chispeante
que encendían las estrellas, y luego las estrellas saltaban a las olas
y se rompían en átomos puros. Ése era el ciclo.
Pero el fatal destino me hizo atragantarme con un grano de arena
y salivé sin sentido sobre él: me transformé.
Creé una bola de nácar, pulida, sólida, en mis entrañas
que no me deja ni pensar, ni avanzar, ni comer.
No puedo soplar más mi columna de burbujas.
No puedo abrir la boca con entusiasmo,
no puedo mover mis cepillos
ni correr mi cremallera de dientes.
He pasado a un estado más allá de la tristeza,
un estado posterior a haberme alimentado de lágrimas.
No pensé que hubiera nada más en este mundo que las ostras.
No pensé que pudiera salir nada más de mí que no fuera espuma.
No pensé que el nácar pudiera crear este bolo en mi garganta.
El universo ha depositado en mí su gran secreto
y oprime mi cintura de ostra.
Siento una rabia y una desesperanza: soy tan sólo el cofre,
de esta esfera refulgente de trascendencia profunda.
Nada se salvará de mí salvo este fruto. Seré dos cáscaras.
Ese estupor de poner fin a la inocencia de modo súbito.
Avanzo con el cuerpo, llevo el cuerpo hacia delante
mientras mi espíritu sigue en la infancia. ¿Por qué he crecido?
Lo que hago ya no se corresponde con lo que soy.
Pero este es el momento de partida.
Debo estar en la tierra con sentido.
Decir la verdad es respirar.
Me abro:
tengo la perla.
Fragmento de «La perla de la poesía», Ediciones El que no duerme, 2017.
