En la mesa

En la mesa los cubiertos, los vasos, cuando una ráfaga de viento
por debajo del mantel los empuja y sostienes
los objetos para que no caigan.
En la boca de la tetera una vibración anterior al pitido
que tratas de contener apartándola del fuego.
En la boca las palabras a punto de decirse
que tapas con tus manos, bajo la palma los labios.
Porque las cosas palpitan y no las puedes detener.
Mantienes todo en sujeción con las manos, con los brazos,
bajo los pies la alfombra para que no salga volando,
las pinzas en la ropa, para que no asciendan las sábanas.
Que esté todo quieto, que no vibre, que no salte,
que esté contenido, que esté en su sitio, que no avance.
Los huevos rebotando en la cazuela, en el borboteo del agua,
quieres detener también, pero se agitan.
Ese encanto en todo lo despierta, se pone en movimiento.
Intentas hacer como que no ves, como que no entiendes,
pero hay un definitivo júbilo exaltado
de saltar y latir y seguir saltando, en las masas, en las piedras.
No puede ser -dices- es imposible. Y en ese sobrecogimiento,
llevas la mano al corazón
para pararlo, contienes la respiración.
No se trata de la belleza, no se trata de la pasión.
Lo que sucede es lo que sucede, es el acontecimiento,
de lo conmovido por amor.
Quieres detenerlo pero no puedes, no aciertas, no consigues.
El temblor de todo lo posterior a la Gran Revelación,
a la Gran Puesta en Marcha, y no quieres saberlo
no quieres admitir, porque implica que tú también estás
en ese padecimiento de lo dulcemente Sucedido.